La noche está oscura, la luna tímidamente se asoma entre las espesas nubes. Suaves destellos plateados iluminan tenuemente el bosque umbrío. Por una pequeña senda, una mujer camina velozmente, su cabello está enmarañado y sus pies sangrantes llenos de llagas. Su rostro refleja el agotamiento de una larga caminata. En sus brazos lleva a un pequeño de meses, la criatura ha sido víctima de unas extrañas fiebres y está muy grave. Ella lo aprieta fuertemente contra su pecho, como si de esta forma pudiera traspasar su vida a la de su hijo enfermo. Las lágrimas bañan el polvoriento rostro de aquella infeliz. Está agotada, se siente desfallecer, ha recorrido un largo camino, pero debe seguir, es la última esperanza para su vástago. Por fin, ha llegado a su destino, ante sus ojos se extiende una pequeña arboleda y en medio sobresale un montículo de piedras. Flores y ofrendas se apilan a los pies de aquello que parece un antiguo sepulcro. Ella, llorando, desesperada, cae de rodillas ante el mausoleo, levanta a su pequeño, como si quisiera mostrarlo a alguien y con una voz apenas audible susurra: ¡Mi niño! ¡Salva a mi niño! ¡Por favor… por favor!…¡Sálvale, San Guinefort!
Guinefort, lealtad sin límite
En el señorío de Villars-les-Dombes, en la región de Auvernia, cerca de Lyon todo marchaba bien. El señor del castillo, un importante caballero, se sentía dichoso, ya que hacía unos pocos meses había nacido su primogénito. Su amada esposa le había dado un hijo fuerte, sano y muy hermoso. Un buen día, aprovechando que el clima era favorable, el caballero decidió salir de cacería. Dejó a su pequeño hijo al cuidado de su mejor amigo, Guinefort, un leal perro lebrel.
El caballero sabía que no había nadie mejor que su fiel galgo para cuidar y proteger a su pequeño, así que se marchó tranquilo. Cuando volvió, contento por haber obtenido unas buenas piezas, subió corriendo a la torre, ansioso por ver a su bebé. Al entrar en la habitación, su sorpresa fue enorme al ver la dantesca escena que se desplegaba ante sus ojos.
La cuna del niño estaba volteada, las sábanas y mantas estaban en el suelo machadas de sangre. No podía creer lo que estaban viendo sus ojos y su esposa gritaba ante el horror que tenía delante, ambos imaginaban lo peor. En ese momento, Guinefort entró corriendo, moviendo alegremente su rabito, como hacía siempre que llegaba su amo. Pero en esta ocasión no hubo un saludo amistoso, ni un mimo, ni una caricia en la cabecita del animal.
Ciego por la ira el caballero sacó su espada y de un golpe acabó con la vida de aquel que hasta ese momento había sido su mejor amigo. En ese instante, un llanto de bebé rompió el silencio. El caballero se acercó a la cuna, levantó las sábanas y encontró a su hijo sano y salvo. Grande fue su sorpresa al ver que al lado de su vástago, yacía el cadáver de una enorme serpiente.
Guinefort, el santo mártir
Muy tarde había comprendido el caballero que su fiel amigo Guinefort había salvado a su hijo de una muerte segura. Un dolor infinito invadía el corazón de aquel hombre. Su perro, su leal lebrel, había protegido aquello que más amaba y él a cambio le había dado muerte. Sabía que el remordimiento y la culpa no iban a abandonarle jamás.
Atormentado y arrepentido, depositó en un pozo el cuerpo del perrito y después lo cubrió con piedras. A su alrededor, plantó hermosos árboles para engalanar la tumba de ese fiel amigo. El homenaje y la gratitud que debió rendirle en vida, se lo brindaba ahora en la muerte. Una muerte que él le había provocado por su torpeza y su ira.
La historia del fiel y valiente perro no tardó en extenderse por toda la región y posteriormente a toda Francia. Los habitantes de la zona se conmovieron ante este episodio de valentía y no tardaron en ver en Guinefort a un auténtico mártir. Fue así, como en poco tiempo, el valiente y fiel can se convirtió para aquellas buenas gentes en un santo. Un santo que sería el patrono de los niños y al que muchos pedían con toda su fe que velase por sus hijos.
El culto a San Guinefort
En la Edad Media, la enfermedad era muy común y la esperanza de vida no era muy amplia. La mortandad infantil era demasiado frecuente. En esa época, el culto a San Guinefort cobró muchísima fuerza entre los franceses. Aquellas madres y padres que tenían hijos enfermos y a los que los médicos habían desahuciado, acudían al sepulcro del perro. Creían firmemente que el can era un santo protector de los niños y eso les brindaba un poco de esperanza. Y con sus corazones llenos de fe le rogaban que devolviese la salud a sus pequeños y que los protegiese de todo mal y peligro.
Poco a poco surgieron testimonios de curaciones milagrosas y la fe al santo can aumentó. Tanto que al sepulcro del animal acudían peregrinos de toda Francia, unos a pedir favores y otros a dejar ofrendas en gratitud. Se instauró el 22 de agosto para celebrar la fiesta del perro; justo el día de la aparición de Sirio, la estrella principal de la constelación del Can Mayor. La devoción fue tanta que llegó a oídos de las autoridades eclesiásticas. Para averiguar qué estaba ocurriendo, se desplazó a la región el inquisidor dominico Étienne de Bourbon (españolizado como Esteban de Borbón).
Este hombre documentó la historia en su libro Tractatus de diversis materiis predicabilibus en 1250. Su intención era utilizarla como una fábula moralizante para enseñar a las personas los peligros que conlleva dejarse llevar por la ira. Este clérigo tomó la decisión de no procesar por herejía a los creyentes en San Guinefort. Pero, si que trató de hacerles comprender que un perro no podía ser santo, ya que la Iglesia consideraba que los animales no tenían alma. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano, la gente siguió creyendo y el culto perduró durante siglos.
El fin del culto al santo can
Conforme los testimonios sobre curaciones milagrosas y protección de niños ante lobos, serpientes y otras fieras aumentaban, el culto a San Guinefort se hacía más fuerte. Por más que las autoridades eclesiásticas intentaron persuadir a aquellas gentes acerca de su error, no lo consiguieron.
Durante siglos la creencia que las personas tenían y la fe que profesaban al santo can se mantuvieron muy arraigadas. La Iglesia, viendo que los esfuerzos anteriores habían sido infructuosos, decidió imponer severas multas a aquellos que fuesen sorprendidos profesando el culto y visitando el sepulcro.
No sirvió de nada, la devoción seguía tan viva como siempre, por ello, decidieron tomar medidas más drásticas. Fue así como en 1870 se decidió destruir el sepulcro del can. Pero también fue un rotundo fracaso, ya que hasta 1930 hubo quienes peregrinaban hasta aquel lugar, aunque no hubiese tumba. Poco a poco el culto se fue diluyendo hasta, no quedar nada de él, aparentemente.
Sin embargo, en los corazones de los franceses sigue muy viva esta bella historia de amor y lealtad. Una historia a la que Étienne de Bourbon calificó como “la muerte injusta de un perro sumamente útil.” Una historia preciosa de un fiel can que hizo lo mejor saben hacer los perros: cuidar y proteger a su familia y ser fieles hasta la muerte. Y quizá, solo quizá, alguna madre desesperada, en el secreto que brinda la intimidad del hogar, ruega con fe a San Guinefort que sane a su hijo enfermo.
Espero que este conmovedor relato os haya gustado tanto como a mí. Ahora os toca a vosotros dejadme vuestras opiniones. Recordad también podéis seguirme en mis redes sociales. Os mando un fuerte abrazo y nunca dejéis de mirar al cielo, quizá en alguna lejana estrella se esconde un dulce y valiente can.